Los anhelos de paz de los colombianos son objeto de lástima y extrañeza para los observadores externos, quienes se preguntan cómo un pueblo ha podido sobrevivir a la zozobra de la guerra durante más de medio siglo y haberse habituado a la violencia cotidiana. Es lastimoso admitir que no hemos podido, desde todos los extremos, sacudirnos de nuestros esquemas y suscribir un acuerdo que debió firmarse hace muchos años por encima de los intereses mezquinos y temporales de grupos y personas empeñados en la guerra  o de líderes que no tuvieron la clarividencia ni la capacidad para terminarla.

 

Es deplorable hablar de los costos del conflicto; lo primero que medimos es el impacto directo de los colombianos que perecieron, en su mayoría jóvenes a quienes les negamos una vida entera, niños a quienes se les arrebataron sus padres, madres con su esencia rota por las ausencias, familias destrozadas, comunidades enteras desplazadas hacia el dolor, el desarraigo y la miseria. Pero la muerte y el dolor de las víctimas, con ser ya demasiado, constituye solo el primer capítulo de la degradación en la que nuestro país cayó cuando la violencia se entronizó como un habitante de las conciencias.

 

Detrás del horror de la muerte, la toma de poblaciones, el secuestro, la extorsión, las amenazas y el amedrentamiento, propiciados por las guerrillas, vinieron pestes abrumadoras como el paramilitarismo que multiplicó a niveles inimaginables la barbarie y el terror; la economía subterránea y los negocios ilegales que socavaron los cimientos de la producción y el empleo; la destrucción de las riquezas naturales, la contaminación de nuestras selvas y nuestros ríos;  y, el peor de todos, el mayor cáncer que puede sufrir una sociedad: la corrupción de sus valores esenciales. Varias generaciones empezaron a formarse en la certeza de que los caminos fáciles son viables y legítimos, que el crimen sí paga, que la honestidad es ingenuidad y que lo que les pasa a los demás es asunto ajeno.

 

Colombia está enferma, no sólo de violencia sino de muchos males peores para nuestra salud como nación, el odio nos enceguece e impide ver al otro como un ser diferente; la desesperanza nos aleja de la fe en los demás y en nuestras capacidades, el fanatismo nos lleva a seguir irracionalmente las orientaciones de líderes confesamente consagrados a la violencia.

 

No se trata de perdonar irreflexivamente, no; debemos hacer un esfuerzo por entendernos históricamente y acudir a la madurez que corresponde a una comunidad que debe y desea sobrevivir y sobreponerse al dolor del pasado y asumir su identidad y su orgullo por encima de la necesidad de vengarse. Pero no cabe el olvido, es indispensable rumiar nuestra memoria y reconocer a nuestras víctimas como factor fundamental de nuestra recomposición y nuestro propósito de no permitir que se repita lo que nunca debió haber ocurrido.

 

Para poder hablar en pasado, para que las heridas empiecen a sanar, para que la tristeza y la desolación de los poblados arrasados den paso a la sonrisa, para que el miedo salga de las escuelas, de los cultivos, de las calles y de las sabanas debemos hacer cualquier esfuerzo por que este conflicto termine. Costará mucho y tendrá un final largo y doloroso, pero necesitamos el paso inicial: dejar de matarnos.

Debemos hacer un esfuerzo y regalarle a nuestra patria la vía para alcanzar ese trofeo tan lejano y largamente soñado que ahora, por fin, está a nuestro alcance: digámosle sí a la paz

Es difícil entender el valor de la paz cuando no se ha vivido la guerra en carne propia, cuando los que combaten son unos jóvenes anónimos que se convierten en cifras, cuando no nos atraviesa ni el dolor de su carne ni el vacío de su ausencia. Por eso debemos pensar en nuestras comunidades vulnerables que lloran su abandono, en los millones de víctimas que esperan un mínimo de redención, en nuestros jóvenes soldados que van al frente a defender a su país de otros jóvenes que creen también defenderlo y se matan entre ellosDebemos hacer un esfuerzo y regalarle a nuestra patria la vía para alcanzar ese trofeo tan lejano y largamente soñado que ahora, por fin, está a nuestro alcance: digámosle sí a la paz.

 

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