A nuestras conversas con Jorge Bedoya en la Reserva de Pueblo Viejo

 

Los dispositivos de ocultamiento

 

En Colombia, el conflicto armado interno de los últimos sesenta años, y la guerra que lo caracteriza, tienden a ser invisibilizados u ocultados, mediante diferentes dispositivos o mecanismos sociales y políticos, y bajo múltiples apariencias.

 

El negacionismo de algunos movimientos y partidos políticos los lleva a desconocer la existencia del conflicto armado y a convertirlo en una simple agresión terrorista de grupos conformados por delincuentes y desadaptados. De esta manera, la violencia oficial queda cobijada bajo una supuesta legitimidad esencial del Estado. A este respecto, durante el último mes, el nombramiento de Darío Acevedo como director del Centro Nacional de Memoria Histórica condujo a que, por unanimidad, los profesores y profesoras del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, sede Bogotá, le escribieran una carta a su excolega en la cual afirman lo siguiente:

 

En ese contexto nos sorprende que usted, que niega abiertamente la existencia del Conflicto Armado Interno, haya aceptado dirigir una entidad estatal que tiene ese reconocimiento como el eje central de su actividad. Es cierto que, como ciudadano usted puede pensar con total libertad y como historiador puede construir sus explicaciones sin constreñimientos, salvo que estén ancladas en los hechos reales. El ethos del historiador nos lleva a una incesante búsqueda de la verdad, sin dogmas ni ideologías, pero sí con una clara responsabilidad de probar rigurosamente nuestras hipótesis. No es este el espacio para debatirle sus tesis negacionistas del Conflicto Armado Interno, a todas luces sin fundamento empírico, pero como director del CNMH usted debe acoger los marcos legales de la institución y obrar en consecuencia, de lo contrario estará contribuyendo a ilegitimar la institución que usted preside. (Carta de los profesores y las profesoras del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, 26 de febrero de 2019).

 

La respuesta de Darío Acevedo no deja de ser desconcertante, aunque refleja la amplitud del negacionismo colombiano. Se centra en argumentos jurídicos débiles y en detalles personales que él considera conveniente precisar, para continuar negando la existencia del conflicto armado, cuya memoria debe ayudar a construir. Invisibiliza así la guerra interna en nombre de los derechos de las víctimas. El dispositivo de ocultamiento termina enredado en la jerga burocrática del nuevo director del Centro Nacional de Memoria Histórica.

 

Este cruce de misivas evidencia también otro dispositivo de ocultamiento, el de convertir la memoria sobre el conflicto armado en un simple ejercicio testimonial, en un recuerdo brumoso y subjetivo de quien sufrió la violencia, que no intenta comprender los procesos de victimización para superarlos y lograr que las víctimas dejen de serlo. Darío Acevedo, en forma contradictoria con el negacionismo que defiende, sostiene en su carta: “me permito recordarles que, conforme a la Ley de víctimas, la misión principal del CNMH consiste en recopilar, clasificar y describir, los documentos, el material visual y gráfico y la versión de las víctimas sobre sus sufrimientos y experiencias dolorosas en el marco del CAI, y que ese precepto estoy obligado por ley a respetarlo.” (Respuesta de Darío Acevedo los profesores y las profesoras del Departamento de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, 2 de marzo de 2019). Como puede observarse, el conflicto armado interno negado queda reducido a una sigla ambigua, que evoca los Comandos de Acción Inmediata de la policía colombiana, y la memoria es enviada a los anaqueles de un repositorio institucional, por un historiador que reduce su actividad a la recopilación, clasificación y descripción de lo que dicen las víctimas; desde luego, las que todavía confíen en un Centro Nacional de Memoria Histórica en tránsito de convertirse en el Archivo Nacional del Olvido.

 

Tal vez por esta razón, el primer coordinador de la denominada “Comisión de Sabios”, el matemático Carlos Eduardo Vasco Uribe, mediante otra carta abierta al Presidente de la República, la Vicepresidenta y los “sabios comisionados” pone de presente el significado de nombrar como nuevo coordinador de dicho colectivo a un “sabio español”, dentro de la celebración del bicentenario de la independencia, y pide la renuncia de Darío Acevedo o la revocatoria de su nombramiento en los términos siguientes:

 

“Esto sería simplemente una infortunada coincidencia, si no me asaltara al mismo tiempo la comparación con otros recientes nombramientos en otras comisiones de memoria o falta de ella, y por lo tanto no puedo disimular mis encontrados sentimientos. Me refiero a la ausencia de la dimensión histórica en la nueva Misión y en quienes la convocaron.

Obviamente parece que el gobierno y el partido de gobierno no considerara a la historia como ciencia, sino como herramienta de indoctrinación y control, al tiempo que se propone un proyecto en el congreso para penalizar a quienes señalen a sus estudiantes las dimensiones críticas, éticas y políticas de la historia. Una Misión sin historia no es misión.” (Carta abierta de Calos Vasco sobre la nueva “Misión de Sabios”, 2 de marzo de 2019)

 

Estos dos dispositivos, el negacionista y el de la memoria brumosa, tan cercanos a nuestra vida académica, se unen a otros que operan cotidianamente. La mayoría de los noticieros y la series de las cadenas nacionales o transnacionales de televisión nos han acostumbrado a una realidad virtual, a la virtualización de la realidad, que nos ofrece una versión imaginaria y verosímil, debido a su lógica narrativa interna, de la guerra experimentada en la lejana Colombia rural de la pantalla chica. En ella, las sectas religiosas, los grupos de mercenarios, los traficantes de drogas y los combatientes delirantes son los únicos pobladores del campo, al lado de las víctimas anónimas de los protagonistas; es decir, de los “buenos” y “malos” señores de la guerra.

 

Incluso, en medio de esta virtualidad, que nos convierte en un lejano oeste tropical, parecen normales u ordinarias, la feria de recompensas ofrecidas por el gobierno, la celebración de las victorias bélicas por parte de otros actores armados que son sus adversarios o sus aliados temporales, o el carnaval oficial de reconocimientos a quienes fueron autores de ejecuciones extrajudiciales. En el pasado próximo, el presidente de turno llegó a congratularse en público por la entrega de partes del cuerpo de un guerrillero, mientras sus enemigos político-militares, la insurgencia armada, en un ritual festivo de la muerte, celebraban las bajas del bando contrario, sin que importaran los llamados “efectos colaterales”. La guerra que ha tenido lugar en la sociedad colombiana se ha ido transformando en el escenario virtual de personajes fantásticos y desencarnados, mientras los “héroes vuelan” hacia la gloria del espectáculo mediático, como sucede en una conocida serie israelí filmada parcialmente en el país.

 

Sin embargo, el mayor dispositivo, el que sintetiza los que hemos mencionado y otros más, es el del distanciamiento o extrañamiento con respecto a la guerra, que caracteriza a muchos de los pobladores de nuestras principales ciudades. En virtud de él, el conflicto armado interno parece ser la “guerra de los otros”, de quienes habitan en el más allá de la rutina diaria, especialmente de la urbana. El país resulta dividido en una Colombia civilizada, con los problemas normales de toda sociedad, y otra bélica, en la cual habitan los ejércitos de combatientes irregulares de todo tipo: guerrillas, paramilitares, autodefensas, narcotraficantes, bacrims, disidencias o pandillas. Dentro de este conjunto distorsionado de representaciones políticas y militares, las “fuerzas del orden”, a pesar de sus “limitaciones” y “equivocaciones”, son las llamadas, por los cultores de las instituciones bélicas, a protegernos del entorno caótico que nos amenaza.

 

Por tal razón, resultan deseables o tolerables las políticas que priorizan la seguridad sobre cualquier otro principio, el populismo punitivo, los eufemismos criminales como los contenidos en los “falsos positivos”, los crímenes de los llamados terceros civiles, las violaciones de los derechos humanos, los asesinatos sistemáticos de líderes populares o los delitos cometidos por agentes estatales contra la vida y la integridad personal de quienes son percibidos como una amenaza. Todos ellos son justificados porque supuestamente protegen al buen ciudadano del peligro que representa un país sumido en la guerra, más allá de las fronteras imaginarias de nuestra civilidad. Como siempre, los bárbaros son los otros, aunque tengan nuestra misma cara, nuestro mismo cuerpo y nuestra misma alma.

 

 

Leopoldo Múnera Ruiz*

 

*Profesor Asociado de la Universidad Nacional de Colombia, Departamento de Ciencia Política, Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales; coordinador del grupo de investigación en Teoría Política Contemporánea (TEOPOCO) de la misma institución. Miembro internacional del CriDIS (Centre de recherches interdisciplinaires. Développement, Institutions, Subjectivité) de la Universidad Católica de Lovaina

 

Hacer visible lo invisible. La Universidad de Nariño y su Asamblea Universitaria (II Parte)

 

 

 

 

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