Aunque parezca ficción o asunto de literatura, la conexión con los libros impresos es mágica, quizá sea por el hecho de que al recorrer sus páginas y sentir el papel se crea un vínculo afectivo por cuanto volvemos constantemente a él, con el fin de saber qué dice, con qué nos sorprende o decepciona. Borges decía que los hombres que escriben, cuando mueren quedan vivos en sus libros y eso es verdad; entrar en una biblioteca es como caminar por la plaza de una ciudad o ir a un foro donde confluyen miles de personas, porque cada una de esas personas posee un mundo, una historia, algo que hace de la vida un momento particular; solo que en la biblioteca, por lo general, están las historias más selectas y los temas más generales que tocan casi todas las vidas particulares.

 

En la actualidad, gracias a la tecnología, las letras han dejado de ser de tinta para ser pixeles, pequeños puntos de luz que proyectan una imagen, adquiriendo sentido ante nuestros ojos, permitiendo recrear historias que cobran vida y despiertan sentimientos. La popularidad de los aparatos tecnológicos y la bondad de alguna gente, que se da el trabajo de escanear o fotografiar los textos, ha hecho posible que más personas hoy en día tengan una biblioteca digital, reemplazando así, de forma parcial, a las antiguas fotocopias que era una alternativa al mercado legal de los libros caros.

 

Aunque en la red circulen textos, revistas, libros, enciclopedias y demás formas de almacenamiento de la información, hay población que accede a las por la costumbre  generada la necesidad del conocimiento y estimulada por la inquietud.

 

Entre los griegos, el amor de los filósofos por los hombres jóvenes radicaba en que éstos tenían la capacidad de maravillarse, sorprenderse de aquello que para muchos es cotidiano. Esa capacidad  es la que impulsa constantemente, como una especie de estimulante a visitar las bibliotecas, librerías y recorrer las hojas de los libros. Lo rutinario termina por apagar lo pasional y convierte a los individuos en meros funcionarios, que como en los cuentos de Kafka carecen de personalidad. A un buen funcionario del sistema le basta con saber que todo está en el código y por lo tanto las bibliotecas le resultan poco atractivas.

 

Hace mucho, cuando a los libros digitales para ser más atractivos les implementaron una aplicación simuladora del ruido que se hace al pasar las hojas de un libro físico, alguien manifestó que le parecía lo más aberrante esa “innovación” y lo decía con toda razón, porque es un engaño a los ojos, a las manos y al olfato, pues no hay nada más atractivo que el olor de un libro impreso, el cual entra a hacer parte de esa extraña relación que se logra tejer con los libros en papel.

 

Dicha relación, que como ya se dijo, se teje entre el cuerpo del libro y el lector, causada por los contantes encuentros que suelen ocurrir en los lugares más insospechados, se siente con fuerza cuando por casualidad en una biblioteca personal, el dueño, pierde un ejemplar y lo repone. En cualquier momento, cuando lo vaya a buscar le será muy difícil encontrarlo porque, a pesar de saber que lo tiene, la relación con el libro perdido es tan grande que se asemeja a una especie de cordón umbilical tejido en el proceso de lectura; por subrayados, notas y marcas como símbolos de identificación o rechazo, los cuales, el nuevo ejemplar, así sea de la misma editorial y edición ya no tendrá. La pérdida del libro supone una ruptura de ese lazo de unión que debe ser repuesta con la relectura, de donde, probablemente, no surja la misma relación.

 

Por ello los libros digitales son una opción para la difusión y facilitan mucho el acceso a la información, pero los libros impresos no podrán ser reemplazados fácilmente pues impresionan los sentidos y se convierten en parte de la vida de quienes aman tenerlos en sus bibliotecas, donde cada ejemplar espera que un pequeño dedo posado en el borde de su lomo lo saque de la pasividad para entrar en diálogo. Ellos están ahí, como una persona esperando en una parada de autobús, absorta en su mundo, hasta que alguien los abra para empezar el diálogo.

 

 

 

Romel Armando Hernández Silva

Docente Facultad de Derecho 
Universidad Cooperativa de Colombia – Pasto

 

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